Interpretar las necesidades del pueblo, conocer sus urgencias, saber de sus problemas, y adelantarse a las soluciones son desafíos que se convierten en desvelos de aquellos gobernantes con genuina vocación de servicio.
La tarea de conducir tiene ese sabor agradable de los logros alcanzados, el agridulce de los temas pendientes, el agradable color de las obras terminadas, y la permanente insatisfacción.
En el siglo once, el rey Enrique III de Bavaria se vio superado por las circunstancias, se cansó de sus responsabilidades como rey, de las presiones de la política internacional y de lo mundanal de la vida de la corte. Y entonces decidió que iba a abdicar para irse a vivir a un monasterio.
Hizo una carta de pedido de admisión al monje Richard prior de un convento local para ser aceptado como un huésped, y pasar allí el resto de su vida en oración y meditación.
-Vuestra majestad, ¿comprende que la promesa aquí es de obediencia? Esto va a ser muy difícil para usted, dado que ha sido rey – le respondió el monje Richard.
-Comprendo totalmente– dijo el rey Enrique-, el resto de mi vida le voy a obedecer a usted, mientras Cristo lo guíe.
-Entonces le diré lo que tiene que hacer. Vuelva a su trono y sirva fielmente en el lugar que Dios lo puso – le respondió el monje. Y agregó: “su misión está ahí, interpretando las necesidades de su gente y ayudando a resolver sus problemas”.
Enrique de Bavaria aceptó la indicación y volvió a su lugar en el trono.
Después que el rey Enrique murió, se escribió esto en su honor: “Al ser obediente, el rey aprendió a gobernar”.